lunes, 28 de mayo de 2012

La Multitud Solitaria

Está ahí. Somos parte de ella. La forman hombres y mujeres que viven por vivir, sin más aliento que buscar comida y distraerse un rato. Multitud que se forma insensiblemente, ajena a lo que puede ser un valor supremo en la vida, una manera de descubrir el verdadero rostro del amor, atada a una rutina triste y fría. Es la que no ve más allá de la mecánica simple: Nacer, crecer, reproducirse y morir.

Sociólogos y sicólogos la persiguen para analizarla, para sacarle un contenido, un por qué, un para qué. Y se estrellan con algo extraño: Una niebla de seres humanos, que al intentar atraparlos, se escapan entre los dedos como jirones de sombra. Ellos y ellas viven al margen de lo personal, de lo individual pleno, son... multitud. Y están solos.

En toda ciudad, hay gente triste. Hay personas que no alcanzan a definirse como seres propios, valorados. Y caen, poco a poco, en la ubicación gris y desvaneciente de la multitud solitaria. Y cuando se dan cuenta, ya son algo más en medio de algo que no entienden qué es. Y siguen, angustiados y a solas, ese ritmo de vida que aniquila y deshace toda voluntad. 

Cuidemos de ser alguien que ingrese a la red de incomunicados. De ajenos a los demás. La soledad es saludable, en cuanto permite nuestra evolución íntima, pero si es soledad se acrecienta y se multiplica sin cesar, caeremos fácilmente en las garras del aislamiento crónico, de una soledad ya no benéfica, sino venenosa y al mismo tiempo, inquietante.

Hablar de algo que tenemos en común, vivir conviviendo un hecho amable, decirle al que nos acompaña cosas sencillas, pero auténticas. Eso vence la soledad. Y la fortalece en su verdadero sentido de intimidad sagrada. Leer un libro juntos. Tener un tema de conversación que vibre, como pequeña luz, entre los demás y nosotros mismos. Eso, ya nos identificará, nos apartará de aquello monótono y gris, de aquello solo y desganado. De eso a lo que han dado en llamar multitud solitaria.

La palabra, la idea, la emoción. Todo se debe compartir. Y al repartirse con afecto, se multiplican en su fuerza y en su virtud enaltecedora. Total, la vida es algo como una pequeña moneda, que debe gastarse como la única, pero nunca guardarse como la irrecuperable, ni tirarse como la cosa inútil. Moneda circulante, precisa, necesaria a los demás y a nosotros. 

Símbolo de algo que nos prestaron y que tendremos que regresar, con réditos justos, claros, cotidianos y eternos.