La Lección de las Cosas Pequeñas

Los Coleccionistas

Son gente como tú y yo, sólo que acumulan una sola obsesión a través del tiempo y del espacio. Hay quien lleva ya en casa tres mil cajas de fósforos de todo el mundo. Hay quien paga lo que sea por un teléfono raro y ya tiene trescientos reunidos y clasificados. Los hay que por un timbre de gran valor, esperan años. Y quienes pacientemente logran hacer de millares de minucias, gigantescas obras de arte o de trabajo.

Quien colecciona, apasiona. Y quien logra tener así sea la pasión de juntar alfileres logra con ello remitirse a una ocupación de fecundos resultados: Limpia la mente, aviva el corazón, agita el cerebro, aguza la vista y torna los pies ágiles en pos del tesoro presentido... ¡Otra pieza para mi colección...!

Hay quien colecciona chismes. Otros juntan ilusiones. He conocido coleccionistas de enfermedades, de recuerdos, de amores fáciles y de palabras difíciles. Todos coleccionamos algo, aunque no nos demos cuenta.

Quien puede estar orgulloso de tener una colección de mariposas, o de botones de mil diferentes clases. O de juguetes, de retratos de héroes desconocidos y de firmas de personajes que jamás serán célebres.

Pero son colecciones. Grande es la verdad que afirma: Una sola cosa sin valor, no vale. Mil cosas juntas sin valor, ya valen mucho.

Los millonarios pueden darse el lujo de coleccionar relojes de oro, automóviles viejos, libros raros o edificios antiguos. Y hasta calaveras de santos, si se puede. Lo que importa es reunir, poco a poco, lo que nos gusta o interesa, hasta poder decir: "Sólo yo tengo juntas tantas cosas, sólo yo..."

Hay quien colecciona sonrisas, miradas aplausos suspiros y bostezos. Hay quien no ha podido reunir ni siquiera dos ensueños. Pero hay otros que insisten en poder tener un millón de deseos diferentes. Y todos, todos seguimos coleccionando.

Aunque no nos demos cuenta, tú y yo, somos coleccionistas de lo que sea. Y al paso de los años, uno ve cosas raras. Debí de haber tirado a la basura tantas cosas inútiles... pero ahí están.

Clasifiquemos. Reflexionemos. Puede ser que en nosotros ya viva la colección de verdades más grande del mundo, sólo que tendremos que tener el valor de clasificarlas, cueste lo que cueste. Ese es el precio de toda colección.


El Creador de Milagros

Todos podemos en un momento dado, creer en los milagros. Pero... ¿Somos capaces de crearlos...? CREER Y CREAR... ¡Hay una gran diferencia!

Nos recuerda el refrán: "A Dios rogando y con el mazo dando!"  Y los creemos solamente en que Dios nos ayuda, a veces nos quedamos esperando. Porque el ruego sólo es insuficiente. La acción es definitiva.

Los grandes santos que en el mundo han sido, CREARON los milagros. No se esperaron a que Dios los hiciera. Y un milagro puede ser desde la recuperación increíble de una salud perdida, hasta la construcción de un templo sin tener un centavo. La acción rompe la rutina, despedaza la inercia del "no puede ser" y disuelve la niebla de la duda.

Recordemos a una Juana de Arco. Tomando su armadura y su espada, creó el milagro de la liberación de su pueblo. Recordemos a Juan Bosco. Con su divina terquedad, creó el milagro de una enseñanza nueva, de una santidad activa, derramada en la realidad, enmedio de deudas, insultos, promesas, amenazas, ilusiones y sopa fría...

Está bien para nosotros creer en el milagro. Pero, ¿por qué no nos atrevemos a crearlo...?  Empecemos hoy. Un milagro no es algo extraordinario. Es el resultado lógico y espléndido de una fe inquebrantable y una acción continua a favor del amor de Dios y del prójimo. También podemos "crear" milagros sorpresivos, aliviando calladamente una gran necesidad, dando la sorpresa de una inesperada alegría entre aquellos que sufren intensamente, apareciéndonos de pronto en casa de nuestro enemigo para hacer la paz, para perdonarlo todo, para atraparlo en la red de nuestra caridad humilde y sincera.

¿Podemos en esta misma semana, crear algún "milagro" para nuestro prójimo...? Meditemos.


La Gente

Hay gente como el agua, limpia y bienhechora, simple y casi inadvertida.

Hay gente como la piedra, dura, impenetrable y dolorosamente inútil.

Hay gente como las estrellas. Lejana, inalcanzable, incomprendida y casi en diálogo con las alturas. Hay gente como las hojas de los árboles, multiplicada y anónima, follaje humano que da sombra, que da al paisaje de la tierra una hermosura singular. Gente que, como las hojas de los árboles, envejecen en silencio, se desprende de las ramas de la vida y, después de morir, abona y fecunda la tierra que le dio verdor.

Hay gente... ¡Hay tanta gente!

Sólo que no la vemos. Día tras día, hablamos con ella, intercambiamos saludos, resolvemos necesidades, elaboramos proyectos, a través de la computadora, pero... No la vemos. No vemos a la gente. Sólo vemos instrumentos de nuestra felicidad en nuestro prójimo, pretextos para enriquecernos o para satisfacer nuestra vanidad. Pero a la verdadera gente, no la vemos.

Esto es angustioso. La gente existe, pero no se ve. Estamos enfrente de individuos, de personas, de seres con un nombre, un prestigio, un pasado. Pero a la gente, no la vemos jamás.

La gente es el grupo anónimo que soporta en la sociedad, la amargura de la vida diaria, sin renegar jamás. La gente es la abuela solitaria en una silla, tomando el sol y suspirando años de ilusión pasada. Es el niño que busca un trozo de pan por las calles del centro y al que vemos como estorbo. La gente es la mujer que camina, con una ilusión de amor y recorre las sendas del engaño. La gente es el padre encorvado por los años y sin pensión, sin seguro, sin renta fija y aún con muchas deudas en la vida... La gente... ¿Quién es la gente...?

Es el prójimo anónimo. Es el que te mira y retrata en su pupila tu felicidad, comparándola con su infinita desgracia. Es el que tiene sed enfrente de tu copa desbordante. El que enmedio de su desesperación, ve la paz de tu hogar. El que calla desde que tiene uno de razón, para lanzar un sólo grito, frente a Dios, a la hora de la muerte. El que dice "quiéreme", mientras tú aplaudes y ríes la vanidad de la farsa de la vida en torno a los demás.

Hemos pensado, ¡Dios mío! ¿Qué clase de gente somos...? 


Las Cosas Pequeñas
Nosotros, los seres humanos, deseamos generalmente ver, admirar, aplaudir y hasta imitar todo lo grande. Nos deslumbra la fama de un artista, nos motiva el poder de un político, nos emociona el premio de un investigador, nos conmueve la popularidad de quien navega en la cresta de la ola del aplauso.

Y... ¿Cuándo nos fijamos en las cosas pequeñas...? Casi nunca. Las cosas pequeñas son despreciables, ocultas, olvidadas y además... ¿Para qué sirven? Cuidado... Estamos en una equivocación muy grande, tan grande como las cosas y personas que nos impactan frívolamente.

Lo pequeño es ejemplar. Es básico. Es definitivo. Y mágico.

¿Has observado un hormiguero...? ¿El trabajo de una araña? ¿Has acaso curioseado en un microscopio los seres más sencillos?  ¿Te has dado cuenta del cataclismo que es un estornudo tuyo para un mosquito...?

¿No te has fijado en la paciencia del caracol, en la tenacidad de la abeja, en la alegría de una mariposa o en la decisión de un escarabajo...?

¡De cuántas cosas buenas te has perdido!

Porque ellos, seres pequeños y despreciables para muchos, son más valiosos por su ejemplo verdadero de vida auténtica. Ellos desarrollan en su mundo una actividad humilde, pero tan clara en sus objetivos y en sus resultados, que nosotros, los humanos, no podemos a veces imitarlos.

La lección de las cosas pequeñas es más grande de lo que nos imaginamos. El infusorio que vive y muere en una sola gota de agua de nuestro florero o del jardín, tiene mucho que enseñarnos. La hormiga que busca un camino audazmente entre las piedras, la abeja que jamás se equivoca al regresar a su panal, el caracol que al cabo de tres días y tres noches escala la barda de tres metros, la alegría de una mariposa, la perseverancia de un escarabajo, todo es lección de vida y entusiasmo, Para ellos no existe el aplauso, la crónica social, la ambición del poder... Para ellos existe la vida y una función que hacer,  y generalmente, la hacen bien.

Gracias a lo pequeño, vive lo grande. Nosotros comenzamos en una célula. No olvidemos el ejemplo luminoso que nos da lo pequeño. Quizá nosotros no somos tan grandes como creemos ser...


La Belleza

Nada tan difícil de describir, de captar, de definir, como la verdadera belleza. Hace en el mundo su aparición, en forma invisible, pero impresionándonos a todos. Dejemos hoy la palabra a pensadores y filósofos, poetas y escritores:

Dijo Platón: "La belleza es el esplendor de la verdad". Séneca afirmaba: "Un rostro hermoso es una recomendación muda".

Goethe, el alemán inmortal, decía: "La belleza en las mujeres nada significa por sí sola, a no ser una máscara fría. Yo sólo admiro al ser en quien palpita la fuerza de la vida, ahí hay la verdadera belleza"...

Isócrates dijo: "La belleza es una tiranía de corta duración". Saavedra Fajardo por su parte, escribió: "La belleza del cuerpo es un viajero que pasa y la del alma, un amigo que se queda"...

Boileau: "No hay nada bello, más que lo verdadero". Campoamor: "La belleza sólo está en los ojos de quien la mira". Moliere: "La belleza del rostro es frágil, es flor que se marchita, la del alma, es firme y segura".

Y así podríamos seguir. Pensamientos sobre la belleza hay cientos, miles, millones quizá. Pero la belleza sigue sin ser atrapada. No se le puede fabricar sintéticamente. La belleza es don del artista, de la naturaleza, de Dios. Nosotros sólo somos espectadores de ese paisaje espléndido en el que el corazón admirar lo inefable. Lo indefinible. Lo hermoso al fin.

Aprendamos a descubrir la belleza, aun donde los demás afirman que hay fealdad. Víctor Hugo hizo un ideal de belleza del jorobado Quasimodo, el campanero de "Nuestra Señora de París". Porque a pesar de su horrible joroba, de su detestable rostro, de su mirada aterradora, el jorobado mostró un sentimiento de nobleza enfrente de la desgracia ajena, que ninguno había demostrado. La belleza de su corazón opacó la fealdad de su apariencia... Buen ejercicio para este y todos los días: Encontrar un instante de belleza en una palabra, en un rostro, en una acción sencilla. Encontrar un rasgo hermoso, aún en lo que consideramos despreciable a juicio de la opinión superficial...

Algo de la Patada

Nada tan popular como el fútbol en nuestros días. Podremos no estar de acuerdo con el vecino en todo, pero si le va al mismo equipo que nosotros, lo convertimos en hermano de grito, alegría y sufrimiento.

Nos uniforman las cosas de la patada.

Gracias a su sencillez, el fútbol traspasó las fronteras, es el deporte de las masas. El grito de ¡Goool! es más imponente que el grito de cualquier partido político o religioso. Y las concentraciones que logra el fútbol en los estadios, ya las quisiera voluntariamente cualquier personaje en turno.

Algún psicólogo travieso me dijo el otro día que el fútbol tenía éxito por su profunda agresividad disfrazada, por su personal manera de engañar al otro, por su definitiva conciencia de inutilidad. Un sociólogo a su vez me afirmó que el fútbol era tan exitoso, porque representaba la otra cara de la política, en la que el pueblo se volcaba con sinceridad, ya que la verdadera política no sólo era un engaño, sino que nadie se divertía con ella.

¡Dios mío! Me podría pasar cinco años oyendo las razones irracionales de por qué gusta el fútbol, pero para qué le buscamos tres pies al gato o para qué investigamos la cuadratura del círculo. El fútbol gusta y... ¡ya!

Las cosas de la patada nos entretienen. La patada que nos dan, la agradecemos. La que nos prometen, la soñamos. La patada que damos, la damos con toda el alma. Y la que no podemos dar, nos duele eternamente. En fin, en esto de dar patadas, ya en el fútbol o en la vida, somos especialistas.

Por eso las cosas están de la patada. Y ni modo. Hay que patear para vivir tranquilo y hay que cuidarse de ser pateado para sobrevivir. Ya meter la pata no es un error, es un arte. Y si la metemos con una pelota de pretexto, somos geniales. Y sudorosos, entusiastas, con los ojos nublados de la emoción, gritamos al estadio de nuestra vanidad: ¡Goooool! ¿Gol de qué...? ¿Para qué...? No sé... pero... ¡Goooool!

Quién sabe en que endemoniado pentagonal andamos, pero el estadio sigue lleno, la muchedumbre acecha, y... ¡Ay de nosotros si no metemos goooool!

Los Desesperados

Por ahí andan. Son seres nerviosos, exaltados, inconformes con todo, llenos de furia por hacer en tres minutos lo que debieron hacer en tres horas. confusos, contradictorios, fuera de si.

Son los desesperados.

No han entendido que la vida se planea, hora tras hora. Que el trabajo se organiza, día tras día. Que el triunfo se cultiva, año tras año. Todo lo quieren ya. Ahora.  Porque no tienen tiempo para nada. Porque piensan que con agitar manos, piernas, ojos, lengua y ánimo, lo conquistarán todo en un instante.

No recuerdan que la naturaleza tiene un ritmo creador, un tiempo de espera. Ellos no recuerdan que la velocidad es producto de la sabiduría, no de la improvisación. "Qui va piano, la lontano". Dice el refrán italiano: "Quien va despacio, llega lejos..."

Y... "Despacio, que tengo prisa..." Y "Vale más un paso en firme que un correr desbaratado..."

Y tantos otros refranes, perlas del entender popular, que nos dicen que la desesperación no lleva a ningún lado. Que no es lo mismo agitarse que moverse, acelerarse que caminar, girar vertiginosamente que avanzar inteligentemente.

Es cierto que en la vida caemos en la desesperación, pero más desesperados estaremos si no entendemos por qué estamos así: Porque no fuimos previsores. Porque hoy, ahora, en este mismo momento queremos ver hechas las cosas que debieron ser realizadas ayer, hace tiempo, quizá desde el año pasado.

El que se enoja, pierde.Y el desesperado se enoja a cada instante. Y lo pierde todo, hasta el sentido exacto de su desesperación. Cuando nos asalte la angustia, exijámonos calma.  Calma y nos amanecemos. Calma y nos organizaremos. Calma y todo lo podemos solucionar. Calma que quizá pueda durar unos minutos solamente, pero que es principio regulador de nuestras acciones inmediatas, lógicas, certeras, inteligentes.

Sabe esperar, fórmula secreta de los grandes triunfadores.




Las Cosas Viejas

Sí, son cosas bendecidas por el tiempo. Cosas viejas, repletas de soledad, de polvo, de colores desvaídos, recuerdos.

Las cosas viejas donde quiera están. Los anticuarios andan a caza de ellas, hacen de lo viejo un floreciente negocio. ¡Cuántas veces una cuchara antigua de abuelita o un libro de esos que el abuelo conservó de niño, son objetos de valor incalculable! Para nosotros, no. Sólo eran eso: Chácharas, papeles sucios, objetos quizá extraños, nada más.

El tiempo no pasa, dicen los físicos. Nosotros somos los que pasamos a través del tiempo. El día de hoy, es un factor intangible. Nosotros somos los que penetramos en él, rumbo a la orilla de lo eterno. Cuando ya la aventura de la vida crece en nuestro corazón, surgen arrugas en el rostro, cansancio en nuestros músculos, conflictos en eso que creíamos indestructible: Nuestro vigoroso cuerpo.

Alguien me dijo alguna vez que la juventud y la vejez no son etapas de la vida, que sólo son estados de ánimo. Y es cierto. He visto jóvenes ancianos y ancianos rebosantes de juventud. Buena lección la de las cosas viejas. Tienen valor hasta contra su voluntad. Su precio es grande en el momento en que ellas creen que son sólo basura, desperdicio, inutilidad en casa.

¿Hemos visto a algunos viejos charlar, con los ojos brillantes y la voz encendida, de lo hermoso que es vivir...?  Es que ellos han encontrado el secreto del valor de la experiencia, que se deposita como polvo de oro sobre todo lo que nos rodea.

Busquemos la madurez del alma, la ancianidad del espíritu junto con la alegría de la verdadera juventud;  La alegría de la experiencia inagotable y depositada en el archivo luminoso de nuestro corazón.

Benditas sean las cosas viejas, porque de ellas es el reino del recuerdo feliz, de la sonrisa única, del suspiro inefable.


La Necesidad de Creer

Muchos no creen en nada, pero tienen miedo de todo.

Muchos dicen que la fe es para los débiles mentales, para los cobardes, para los ignorantes. Ellos no creen en nada. Bueno, eso dicen, pero al negar que existe la fe, no pueden vivir sin ella. El otro día un descreído preguntó en la calle donde quedaba el monumento a Jorge Washington. Y ni remedio, cuando le respondieron, tuvo que "creer" que estaba en las calles de Londres, esquina con tal otra calle de la ciudad. Se echó a andar hacia allá. ¿Qué lo movía...? La fe en una sola cosa: En que le dijeron la verdad.

Así es el ser humano. Cuando le dicen que hay en el universo cuatro trillones ochocientos mil millones y doscientas mil estrellas, lo cree a pie juntillas. Pero cuando ve un letrero que dice: "Pintura fresca", tiene que poner su dedo para comprobar que es cierto...

La fe es indispensable para poder vivir. Tenemos que creer en miles de cosas, sin que podamos nunca comprobarlas. Aquel viejo gruñón que decía que no creería jamás en ciertas historias hasta no ir a comprobarlas, necesitaría mil años para darse por satisfecho en sólo unas cuantas historias... La fe, la capacidad de darle categoría de verdad a algo, es tan indispensable en nuestra vida diaria como la respiración, que desarrollamos sin darnos cuenta casi. ¿O acaso usted ha contado cuántas respiraciones lleva en este día, desde que despertó...?

La fe mueve montañas. Quien cree, está salvado, porque ya recorrió la mitad del camino, aunque se equivoque. Los grandes hombres que en el mundo han sido, han tenido fe, mucha fe en lo que buscaban, hasta encontrarlo. Analicemos nuestro pasado... Está lleno de gente que creyó firmemente y y logró algo. El mundo sigue adelante, gracias a quienes creen firmemente y hacen cosas. Los que dudan, quedan atrás, inmóviles, confusos, olvidados.

Atrevámonos a creer en lo bueno de nuestro destino. Bien decía el filósofo, hace años: ¡Creer es vivir y vivir es creer!