jueves, 14 de junio de 2012

Profetas, Soldados, Apóstoles de la Cultura


Sí, los he visto. Ellos son. Hombres y mujeres, muchachas y muchachos enamorados de la cultura. Aman la música, simpatizan con la palabra escrita, casi adoran las emociones auténticas, cuidan sus libros y los hacen leer: Juntan discos, dibujos, fotos, recortes y frases. Coleccionan recuerdos, clasifican ensueños y logran verdaderos catálogos de esperanza. 

Son los profetas, soldados y apóstoles de la cultura verdadera.

Cultura que no es aquella equivocada de los muchos libros o los muchos viajes. Cultura simple como una gota de agua. Cultura que nace del alma como inquietud por lo verdadero, lo hermoso, lo digno, lo justo o lo amoroso trascendente.

Respeto esa cultura que fomenta el respeto. Ese cultivo del corazón que madura en palabras cordiales, en oraciones fecundas, en frases que ayudan a sobrevivir. Respeto esa cultura que debe su luz en el viento, en los atardeceres, en la sonrisa de un niño o en la lealtad de un amigo. Cultura que es la fórmula secreta de la sabiduría en contra de aquella necedad que presumen los doctos, los intoxicados por dar una información libresca que no han sabido dirigir a tiempo.

Bendito el ignorante educado, porque ése podrá ser culto. Desdichado el sabihondo pretencioso, porque de él, es el reino del olvido.

Cultura es cultivo. Y quien atiende un huerto de soledad interior y lo florece en lágrimas o sueños, es digno de caminar eterno. Quien cultiva lo que verdaderamente es, obrero, costurera, carpintero, campesino, quien dice "aquí estoy" con sencillez auténtica, ése, está cultivándose en verdad.

Quien ostenta sus títulos y exhibe con fatuidad su alma, ése falla en su deber humano de cultivar el huerto de su espíritu. Lo llena de flores exóticas y de hierbas a la moda, pero nada más. Se olvida de lo humano del trigo, de lo útil que es una flor. Ese que se complica la razón con demasiadas sin razones, merece su locura.

Seamos como ellos, como esas muchachas y muchachos que buscan su verdad, que dicen su poema, que cantan una canción, inventan un sueño, o crean la ansiedad del amor por dondequiera. Ellos son nuestro ejemplo de cultura sencilla. Ellos, junto con tantos seres que en el silencio de su rutina diaria y fatigosa descubren lo valioso, son los que hacen la cultura.

Cultura que no es de masas, ni de mesas, ni de mozas, ni de misas, ni de musas. Cultura que es, fundamentalmente, calidad humana, simple y sencilla calidad humana que entrega su deseo de encontrar lo eterno.

Profetas, soldados, apóstoles. Jóvenes, viejos mujeres, hombres, niños, todos al fin. ¡Qué batalla tan luminosa se gana, día a día, con su ejemplo de amor a lo que vale! Para ellos, nuestra palabra de apoyo, de aliento, de admiración y respeto.

No, no lucharán en vano. Son los héroes de esta batalla sin fin contra los dinosaurios de la técnica, contra la sombra del odio, contra la fábula triste que pretende subrayar la inutilidad del amor sobre el planeta Tierra.

El Poder de la Infancia

Cuentan que Temístocles, un general ateniense que gobernaba Grecia, llamó un día a su hijo de siete años y le dijo: "Hijo mío, eres el ser más poderoso de la tierra... El niño, ingenuamente preguntó: "Por qué, padre?" A lo que el general respondió, entre pensativo y sonriente:

"Porque yo gobierno al mundo, tu madre me gobierna a mí y tú gobiernas a tu madre".

No deja de tener claridad esa vieja anécdota de hace siglos. Lo que dice un niño es sagrado. Y los padres lo saben. El poder de la infancia es tal, que son innumerables las vidas ofrendadas por salvar la vida de los niños.

El adulto vivió ya, tiene un ciclo vital cumplido o al menos desarrollado en gran parte. El niño, reclama para sí, la posibilidad de ser, la necesidad de ir a través del tiempo, desarrollando su propia manera de existir.

La infancia tiene sobre el adulto un poder mágico. Saber que así fuimos todos, ingenuos y felices, nos hace caer en algo así como el remordimiento y la nostalgia, entre la desesperación y la ternura.

Hay en la infancia una fuerza definitiva que persuade, que inunda y que arrastra. Es la virginal manera de contemplar el mundo. Y ahí estamos los adultos en el dilema de querer ver a los hijos así, inocentes y confiados y por otra parte, tener que hacerles consciente lo que es la realidad, no apta precisamente para ángeles o para pájaros cantores.

El poder de la infancia debe ser aprovechado, nutrido por magias superiores y precisas. Por fuerzas que maduren, orienten y fecunden ese deseo simple de vivir. Somos los responsables ante ellos si no les damos, junto con el calor de padres amorosos, la seguridad de un mundo más digno y suficiente.

El niño es la explosión de la vida. El adulto la vida explotada ya, hecha pedazo en el camino de la experiencia. Juntas unos cuantos pedazos con algo de amor y poder decir a un niño: "Ten, hijo mío, es lo que yo aprendí, ojalá y te sirva para no equivocarte, eso, es humano. Y necesario.

Cultivemos, con respeto, luminosidad y confianza, a la niñez del mundo.

De eso no nos habremos de arrepentir jamás.